1/05/2006

Aros de cigarro


El cigarrillo y yo mantenemos una relación llena de erotismo. Sexo salvaje y necesariamente oral, con un breve periodo de seducción, carisias que se asemejan a la de los fetichistas y los pies olorosos, tomar el cigarrillo y pasarlo por debajo de la nariz, tocando ese incógnito que nunca debió entre el labio superior y las fosas nasales, buscando en el aroma virginal del enrollado de papel de arroz aquello que solo da el encendido, pero igual aspirando como si fuese humo, como si el olor infantil pudiese llegar a orgasmo, como masturbarse sin poder culminar.

Es todo un ritual, las maniobras con el zippo, el roce del filtro, el zoom que se hace al bigote de tabaco que se asoma. Su reposo es la danza de los condenados, con humo que se extiende a la histeria, tocando y huyendo a la superficie. Su ceniza lagrimas, decaimiento, analogía barata con el organismo, la muerte del todo, del algo. Juguetea con colores en la oscuridad, alternando entre el gris y el azul metálico, necesariamente belmont, necesario tabaco venezolano, barato y algo exótico, común y asociado con el cactus.

Oh, el cactus… como lo he abandonado, aquellas imágenes oníricas del cactus que expide cenizas, el lagarto que habita en el. Todo yace en puerto la cruz, en el palacio de concreto con vista a la laguna de agua dulce, próximo a la bahía, donde los caimanes comen bagres, donde los patos graznan como cigarras, allí donde los perros gringos saludan a las gaviotas empantanadas. Allí donde una pirámide se alza como monumento del mal gusto, donde las estrellas son demasiado perezosas como para brillar, donde la brisa huracanosa no levanta arena, allí, donde el desierto parece artificial, donde el campo de golf espera al presupuesto del condominio, es allí donde, en la llanura desolada, descansa el cactus mas pequeño del mundo.

Su soledad es conmovedora. Cactus pasa la mayor parte del día sin poder sudar, o lo que es igual en oriente, sin poder llorar. Sin cerveza para refrescarse, sin lluvia durante seis meses, sin amigos, con la debida excepción de una gata que pare tres gatos cada tres meses, los cuales practican sus hábitos de caza con nuestro impenetrable amigo, destajando de vez en cuando una que otra espina en esas batallas sin garras ni dientes, esa simulación de guerra, como los carajitos que juegan a policías y ladrones, las imágenes de esos que gritan como indios y los pendejos con sombreros de vaquero. Los gatos le deben mucho a cactus, pues estas lecciones que el otorga (completamente gratis, y con la menor de las motivaciones) los transforma en los cazadores mas peligrosos de todas las villas.

Pero Cactus conoce a otro individuo, no amigo per se; un pequeño lagarto que pasa las noches con el. Y es que cactus posee varias cualidades (además de la de ser el cactus mas pequeño del mundo). En las noches de luna llena, por extraño designo divino, cactus libera, por la punta de sus espinas, una extraña ceniza. Una suerte de restos de leño quemados, parecido a vestigio de palma ardiendo, que viene acompañado por un humo ansiolítico que es adorada por lagarto, quien la reparte por toda la laguna, dándole esa atmósfera de relajación, un efecto como ese del aroma de gasolina, pero sin el olor, solo con la consecuencia. Ligero mareo, sutil adorno de la bahía que desfallece en calor, lagarto es el responsable de la prosperidad de todas las villas, atrayendo a naturalistas internacionales quienes oyen el rumor de un gran descubrimiento, el cual olvidan al pasar la entrada del circo, de ese gran mierdero que cuando haya presupuesto será el campo de golf mas pegado de todo el universo.

El ritual de lagarto merece ser explicado, aunque probablemente nunca entendido. Al llegar el farol incandescente de Neón que se posa sobre la bóveda celeste, el interesado mira a cactus (siempre hacia abajo, por su mínimo tamaño), y posa su lengua gris, con apertura a eso de la mitad, sobre una de las espinas, de tal forma que esta rompa un poco mas la fina ligadura que une ambos brazos de la membrana mucosa. Cuando ocurre la mínima perforación, ambos brazos, en un movimiento violento (similar al del orgasmo femenino) se contraen y unen, lo que obliga al cactus a derramar más cenizas por este agujero. Es entonces cuando lagarto (creo que es gris, pero de noche es difícil, incluso con la luz desmesurada del satélite), comienza a aspirar el preciado elixir, llenándose de humo primero los pulmones, luego todos los órganos internos, corazón, riñones, páncreas (coño, espero que tengan páncreas los lagartos), para terminar en el saco testicular, el cual se infla hasta alcanzar un tamaño similar al del testículo varicoceloso del humano promedio.

Aquí es cuando la bola de humo que solíamos llamar lagarto empieza a elevarse, como un cangrejo volador, por toda la laguna, a una velocidad de zancudo a chorro, expulsando por sus ojos todo el humo, y vomitando toda la ceniza. Ceniza que le da la gracia al puerto, aroma que me permite describir este fenómeno sobrenatural, que le da a los borrachos de mi tierra ese aspecto de felicidad artificial, de cerveza en tabla de zinc, de miseria autoimpuesta, de lagrimas en sudor. Fumo en tu nombre cactus, fumo por tu regalo lagarto, fumo porque algún día vomitare la ceniza y lanzare el aroma, y haré de Caracas un paraíso similar al del futuro campo de golf, con presupuesto prometido.

1/04/2006

El saltamontes

Era un saltamontes color verde toxico. Logré controlar la angustia que me generaba el despertarme para hallarlo allí, al lado de mi almohada, a escasos centímetros de mi ojo. Contuve el pánico mediante el forzado recuerdo de un sueño que se desvanecía con cada movimiento de sus finas patas. Recuerdo que había una mujer hermosa, un hombre llorón y un padre arrepentido. Recuerdo que había una parada de gandolas calurosa y desolada, cubierta de arena y cal. Recuerdo un beso entre el padre y la mujer, y de repente yo era el hombre que se ahogaba en llanto, ahogando a la pareja feliz, a las gandolas, borrando la cal pero dejando la arena. Y el mundo se torno agua, y el aire escaseaba, y otra pata del saltamontes se aproximaba, con cautela, hacia mi ojo izquierdo.

Aumenté el ritmo de mi respiración y empecé a sudar esporas color salmón. El mar se tornó gris y salí a flote. Grité y el cielo se abrió, de allí emergió otra pata que abrió camino al piso oceánico. Estaba atrapado entre la memoria y el saltamontes. Detrás de mí, un océano infinito; adelante, un depredador cazándome, cazando mis sueños. Me sumergí y siguiendo la pata nadé hasta el fondo hasta que hallé un edificio azul. Entré y tomé del agua hasta que lo dejé seco.

Abrí los ojos. Allí seguía, cada vez mas cerca. Tomé conciencia de mi mano y preparé un ataque, pero como si ya supiese de mis intenciones, se lanzo hacia mí con ira y deseo. Cerré mis ojos por instinto. Ahora estoy entre las nubes, en el lomo del saltamontes. Se torno hacia si mismo y su enorme cabeza me atacó. Con mis pequeñas manos logré detenerlo. Salté hacia la abertura del cielo y me hallé, muerto sobre la sabana, con un saltamontes celebrando el banquete que se daba con mi ojo izquierdo.