5/28/2007

Anestesia, o como WolfStrife drena su ansiedad


Observo a mi alterego, ese que trabaja en publicidad y se emborracha seis días de la semana. Hoy no lo veo con el desprecio usual que despierta, sino con lástima. Está lamentablemente muy delgado. Dos ojeras se pintan en su demacrado rostro. Este último mes parece haber envejecido unos siete años. No puede dormir bien, aunque siempre tiene sueño. Si, hoy mi alterego evoca lastima.

Pero tiendo a despreciarlo el resto del año. Sólo unos cuantos días se toma para sufrir. Alterego es cobarde, y huye al sufrimiento. Toma antidepresivos, alcohol en cantidades industriales, se sumerge en la televisión o en varios cuentos, o pierde horas en juegos intelectuales que no llegan a ningún sitio, sino evitar pensar en si mismo, en nosotros, en nuestra miserable condición.

Pero en este país los shots de anestesia se ven interrumpidos por catástrofes inmensas, que hacen que alterego despierte de su mareo habitual y se conecte con la indignación que millones están sintiendo. Y de su sufrimiento pensamientos nobles se entrelazan en su pequeña cabeza. Arma barricadas, genera nuevos modelos de estado, sienta las bases de una repartición social justa, y sueña con el Mayo del 68.

Lamentablemente, este pequeño momento de lucidez no va a durar. La realidad es muy dura, muy cruda. Genera indigestión. Alterego, eres débil, pero te ruego que aproveches este momento, este instante de sufrimiento para que te desconectes del opio de la rutina, para que te arranques la pesadez del día a día y busques hacer algo extraordinario.

Algo debe hacerse. Huye, quédate, mata, sana, ama, odia, pero te lo ruego, haz algo, lo que sea. Sal de ti mismo, de tu flojera de oriental, de tu comodidad, de tu anestesia. Vamos a hacer algo increíble, vamos a hacer algo.

Tal vez así podamos arrancar el miedo, tal vez así podamos aprovechar nuestra ansiedad.

5/22/2007

Interwoven, o reflexiones de un alterego sorprendido


En aquel tiempo se habló mucho de las Vindicaciones: libros de apología y de profecía, que para siempre vindicaban los actos de cada hombre del universo y guardaban arcanos prodigiosos para su porvenir. Miles de codiciosos abandonaron el dulce hexágono natal y se lanzaron escaleras arriba, urgidos por el vano propósito de encontrar su Vindicación. Esos peregrinos disputaban en los corredores estrechos, proferían oscuras maldiciones, se estrangulaban en las escaleras divinas, arrojaban los libros engañosos al fondo de los túneles, morían despeñados por los hombres de regiones remotas. Otros se enloquecieron... Las Vindicaciones existen (yo he visto dos que se refieren a personas del porvenir, a personas acaso no imaginarias) pero los buscadores no recordaban que la posibilidad de que un hombre encuentre la suya, o alguna pérfida variación de la suya, es computable en cero.

J. L. Borges. La Biblioteca de Babel

Le quito la palabra a WolfStrife y me hago presente en sus memorias fragmentadas. En La Biblioteca de Babel Borges nos abre la posibilidad de poder encontrar nuestro libro, pero en La Locura de Caracas una posibilidad nueva se manifiesta.

Una joven, siempre mayor que yo, se dibuja en el horizonte como una nueva clase de doppelganger. Espejo de mis actos: caminatas por el cementerio general del sur, referencias a Hamlet ante el horror de Caracas, sueños con doctorados en prestigiosas universidades españolas, maestrías en literatura, uno que oto episodio depresivo mayor. Las coincidencias superan las diferencias, y nuestro agregado de personalidades múltiples teme haber hallado su igual.

Si bien la idea de haber hallado a la doble que mora en la sombras es tentadora, la misma refleja un terrible indicador de locura. Los doppelganger sólo se hacen visibles a sus dueños, así que ella puede ser sólo una alucinación peligrosa que Caracas me arroja en vista a mi rebeldía, a mi reciente inconformidad, o a mis proyectos de fuga. En su rostro se dibuja la doble cara del terror y la esperanza: la posibilidad de hallar en su ayuda el secreto de mi felicidad, o en su miseria la esencia irrevocable de mi sufrimiento. En cualquier caso, confirmar su status de doppelganger sería hallar cierto nivel de certidumbre que siempre se ambiciona y siempre se sufre.

Nuestros destinos están entrelazados. No debo jamás de perder contacto con ella que encierra mi porvenir. Mi sanidad y mi locura. Debo siempre tener la posibilidad de contactarla, de gritarle mi desesperación. En nuestro vínculo misterioso hallaré una respuesta codiciada por todos. Hallaré la solución del porvenir.

Los problemas sobre el vínculo afectivo que nos une son de menor importancia. Amor, odio, ternura, compañerismo, compañía intelectual, esos son apenas detalles. El secreto, el entenderla, el ayudarle, el hablarle, el oírle, sólo eso importa ahora.

5/07/2007

De la decadencia a la esperanza

Desde hace unos años, nos ha dado por denominarnos decadentes. Inmediatamente la palabra elabora en nosotros la imagen de un alcohólico, de un perverso mal vestido o de un estudiante jugando poker para comprar un poco de arroz. Probablemente es el escepticismo lo que más impacta nuestra imaginación, condición que tiende a enorgullecer a mi alterego.

Pero hace un par de meses empezamos a investigar activamente, aunque sin seriedad, este asunto de la decadencia. Los hallazgos han sido aterradores. Por ejemplo, Voltaire nos dice que: “la decadencia nos llegó por una facilidad para producir trabajos y flojera para realizarlos”.


En su tratado titulado “From Dawn to Decadence”, el señor Jacques Barzun introduce la idea de que la decadencia es una condición que llega a las culturas en el momento en que el mañana se torna borroso. Por decadencia, el señor Barzun entiende perdida, la perdida de la Posibilidad: las formas del arte y de la vida parecen haberse agotado, las etapas del desarrollo como si se hubiesen recorrido hasta el final. Las instituciones funcionan dolorosamente. La repetición y la frustración se tornan resultados intolerables. El aburrimiento y la fatiga se tornan grandes fuerzas históricas.


En efecto, somos decadentes. Pero no estamos solos. La decadencia es propia de nuestra cultura. Se pasea sin ningún tipo de pudor en nuestros canales de televisión, en nuestros centros comerciales, en nuestras avenidas. La publicidad del deseo nos motiva a adquirir bienes, sólo para decepcionarnos tan pronto se agotan (muchas veces, se agotan en el instante de su adquisición, y nos damos cuenta de que su adquisición era el único deseo que motivaba). Nos venden grandes historias, relatos épicos, héroes desfilando, pero no todos tenemos las aptitudes para lograr los sueños que nos venden.

El resultado final es que el aburrimiento nos impulsa a adquirir bienes constantemente. Algunos se arriesgan, y abandonan el juego del consumismo de bienes para consumir historias, y se lanzan por grandes aventuras donde no siempre hay princesas en castillos, y muchas veces hay hambre en una ciudad Europea. Y cuando de repente, entre todo el caos, miramos hacia dentro, nos damos cuenta de que sólo el vacío, el sin sentido, esta siempre presente. La introspección nos torna escépticos. No creemos en la ciencia, en el arte, en las instituciones, ni en la vida.

Pero seguimos, a veces a punta de prozac, pero seguimos. No porque sea necesario vivir, no porque el suicidio este mal, sino porque aún existe la esperanza. Nuestro escepticismo es el que nos mantiene vivo, pues así como no creemos en nada, también podemos creer en todo. Vivir bajo la duda, siempre cuestionando, nos obliga a cuestionar la miseria. Y entonces surge, de la mente del escéptico, la esperanza. El descreer de todo implica dejarle la vida al azar, y entonces toca seguir. Nunca sabe uno cuando le podrá venir una buena mano.